Vivir en el Hierro y llamarse Gálibo. El nombre tiene ese aroma canario que tan exótico se percibe en la península. Sin embargo, Gálibo no es un nombre canario. Tampoco lo es en otra parte del mundo. Es más bien el capricho de un padre. Pero Gálibo, a sus diez años no tiene ningún trauma al respecto.
Su padre llegó a el Hierro con su mujer Merceditas en 2008. Fernando, que así se llama el padre de Gálibo, es un Guardia Civil que sacó poca nota en el examen y acabó cogiendo el destino en esta isla canaria. Pero Fernando se había criado en Leganés, una localidad de esas que llaman dormitorio de Madrid. Allí, más allá de los pepinos, es famoso el puente tragacamiones. Un pequeño paso que une el barrio de San Nicasio con el centro de la ciudad y que tiene una altura tan limitada, que es habitual encontrarse camiones atascados.
Por eso quiso llevarse a El Hierro una parte de su ciudad. La primera intención era llamarle Gálibo Máximo, como rezaba aquel cartel de advertencia a los camiones. A su mujer le decía “Merceditas, que suena a emperador romano”. Pero ella fue rotunda: “ni emperador, ni emperadoro”. Todavía no era madre y ya hablaba como si lo fuera.
Gálibo siempre andaba con el balón en los pies. Iba dando toques de camino al cole, conduciendo en velocidad por el pasillo de casa, haciendo paredes con los muros del edificio del centro de salud. A sus compañeros de clase siempre les contaba que el balón era su mejor amigo y que le salvó la vida cuando un camión le atropelló. Aquello era mentira. Eso lo vio en un capítulo de Óliver y Benji que le ponía su padre cuando no quería comer.
Soñaba con ser futbolista. Algo habitual en cualquier niño que se precie. Pero su sueño pasaba por viajar a la que el pensaba que era la cuna del fútbol. Serafín, un sargento de la Guardia Civil jubilado que deambulaba por la casa cuartel, gritando a los gatos callejeros y fumando de un cigarro imaginario, siempre le contaba a Gálibo que para ser el mejor jugador del mundo había que viajar a la Isla de San Borondón porque allí vivía el espíritu de un futbolista brasileño de piernas torcidas, pero con el mejor regate que se recuerda, esperando a entregar su talento al que le encontrara.
Gálibo no sabe ni las veces que se puso de rodillas delante de sus padres pidiéndoles ir a San Borondón en vacaciones. Fernando y Merceditas sonreían y siempre le decían: “ya irás cuando seas mayor”. Pero él no podía esperar. Serafín era claro al respecto. El espíritu brasileño sólo se aparece mientras el niño mantenga la inocencia infantil. Un adulto no podía recibir el regalo del regateador de piernas arqueadas.
Serafín, que cogió en la isla el vicio del buceo, conservaba una pequeña lancha a motor que de vez en cuando arrancaba para escuchar el mismo sonido que le acompañaba antes de sumergirse. Gálibo que le había visto más de una vez echando gasoil a la vieja lancha, pensó que ese podría ser el vehículo que lo llevara a San Borondón. Había visto tantas veces la isla desde la ventana de su cuarto, que estaba convencido que no necesitaría nada más que su instinto para llegar a la orilla sin necesitar a sus padres.
El problema era hacerse con la lancha. Serafín la tenía guardada bajo llave en un viejo y sucio trastero para evitar que alguien se llevara el único objeto que le anclaba a los felices recuerdos de su juventud. Como allanar el trastero no era una opción válida para Gálibo, pensó que lo mejor era hablar con Serafín. Al fin y al cabo, era él quien había metido al niño el gusanillo del viaje que le convertiría en una estrella mundial. Así que fue a buscarle a la casa cuartel.
Como casi siempre, Serafín estaba sentado en el patio en una silla de madera mirando al infinito. Gálibo se acercó y le pidió prestada su barca. El viejo volvió al mundo real cuando el pequeño le habló y lo miró fijamente: “claro que te la dejaré, pero tendrás que darme algo a cambio”. Gálibo se asustó. ¿Qué iba a poder ofrecerle él a Serafín? Era un niño y por lo tanto no poseía nada. Tan sólo sus colecciones de cromos y eso era algo de lo que no estaba dispuesto a desprenderse. Pero no, lo que Serafín quería era otra cosa: “una botellita de ron miel”.
El padre de Gálibo tenía un mueblecito junto al televisor con algunas botellas de alcohol. Junto a la pantalla plana convivía ese armarito antiguo que Fernando encontró tirado junto al cubo de basura y que era igual al mueble bar que tenían sus padres en Leganés. Gálibo rebuscó en el armario y dio con lo que buscaba: la botella de ron.
Por la noche acudió a la puerta del trastero. Allí estaba esperando Serafín que rápidamente estiro la mano para coger la botella que Gálibo llevaba en la mano. Abrió el tapón y le dio un trago largo: “espléndido”. Dejó la botella en el suelo y abrió el trastero. Al fondo estaba la vieja lancha. La cogieron entre los dos y cargaron con ella hasta la orilla del mar. Serafín colocó la lancha en el agua y ayudó al niño a subirse. Puso en marcha en motor y le explicó lo básico a Gálibo para mantener el rumbo.
El niño se puso en marcha y fue alejándose poco a poco de la orilla. Miró hacia atrás y vio a Serafín con lágrimas en los ojos y bebiendo de la botella que le robó a sus padres. Volvió a poner su mirada hacia donde intuía que estaba San Borondón y empezó a divagar. En unas horas estaría ante el fantasma del brasileño. Este le daría el don del regate y mañana mismo podría ir con su padre con el ferry para hacer las pruebas con la Unión Deportiva las Palmas.