15 de diciembre de 2024
Brahim Díaz en un calentamiento.

Estadio o Centro Dramático Nacional

Brahim Díaz celebrando un gol con el Real Madrid.
Brahim Díaz celebrando un gol con el Real Madrid – Foto de Getty Images

El gol de hace una semana de Brahim Díaz en el partido del Real Madrid con el RB Leipzig me encantó. No tanto por los regates y el golpeo, sino por la actitud. Porque al bueno de Brahim lo intentan tirar y se trastabilla. Pero para mi asombro, lejos de tirarse al suelo y dar cinco vueltas de campana como buen futbolista profesional, el tío hizo por no caerse y tiró para adelante.

Me recordó a mí. No por los regates y el golpeo, porque ni regateo, ni golpeo, sino por la actitud. Porque a mi si me meten un poco el cuerpo o me dan una patadita, hago todo lo posible para no caerme. También es una cuestión de actitud. Pero en el caso de Brahim con un objetivo competitivo y en el mío con el propósito de conservación física.

¿Sabéis qué pasa? Que si me caigo me hago daño y el dolor no me gusta. Y no sólo es el dolor, es que me puedo hacer pupa, porque no es lo mismo caerse sobre el césped recién cortadito y algo mojado, con su olor a picnic, que estamparse contra una pista de cemento. Esas caídas sangran y doy fe de que dejan marcas indelebles en las rodillas.

El futbolista profesional es un actor frustrado. El fingimiento forma parte de sus herramientas básicas de trabajo, a veces más usado que la finta o el pase. Hasta el punto de ser cansino y frustrante para el espectador, que ve miles de repeticiones de faltas en las retransmisiones y es consciente de que en la mayor parte de las jugadas no hay contacto alguno.

Pero el jugador no es sólo actor (normalmente malo), también pesado. Lo de verlos protestar genera bastante tedio para el que lo observa. Sobre todo, por lo absurdo en muchas ocasiones, y más desde que llegó el VAR. Lo vemos cuando hay una jugada de posible penalti.

El árbitro lo señala, pero hace el gestito del pinganillo para que los chavales sepan que se está revisando. Pero estos, como su propio nombre indica, son jóvenes, vivarachos e impacientes. Gustan de rodear al trencilla dándole una turra absurda mientras este pide que le dejen en paz e intenta charlar con su compi que está viendo la jugada. Normalmente decidirá en relación a lo que le diga su amigo el del VAR, pero aun así, los jugadores le dan una buena chapa para ver si con su influencia son capaces de que por arte de magia se rompa el VHS que pone las repeticiones.

Lo peor, es que en las pistas de cemento también hay pesados como estos. Pero ahí no hay VAR. Y lo más gracioso que la influencia al árbitro es de lo más trivial, porque los resultados de las canchas de cemento siempre acaban iguales: en el bar.

Brahim Díaz en un calentamiento.

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