El fútbol, que ya es un deporte más que centenario, ha tenido tiempo suficiente para generar a su alrededor una ingente cantidad de historias y anécdotas. Sin embargo, hay algunas que se pueden contar con los dedos de las manos que se repiten constantemente y que son tan recurrentes que es difícil no escucharlas o relatarlas año tras año. Aun así, me voy a subir a ese carro y tirar de una de esas historias mil veces contada, porque me van a servir para desarrollar el desvarío que se viene.
Lo resumiré rápidamente en este párrafo: en 1967 no había en Turín un futbolista más querido que Gigi Meroni, jugador del Torino que unos años atrás había aterrizado en el equipo tras haber estado en el Génova y en el Como de su tierra. Pues bien, el bueno de Gigi (grandioso nombre) andaba paseando por la ciudad. Seguramente pensando en sus cosas, en jugadas, en coches que comprar. Cosas de futbolistas. Pero de buenas a primeras un motorista despistado arrolló a Gigi Meroni que murió por culpa del accidente. La curiosidad de la historia está en que el atropellador (si la palabra existe) fue un hincha del Torino y gran admirador del jugador. Aquel tipo se llamaba Attilio Romero. Lo que no imaginaba aquel joven motorista es que muchos años después acabaría siendo presidente del club.
Yo nunca he atropellado a nadie. Incluso diría que ni siquiera he estado cerca de hacerlo. Pero esta historia me hace plantearme algo, ¿y si es la manera de alcanzar mis sueños? Aunque surge un problema, más allá de las agallas para embestir con mi coche a alguien. ¿Cuáles son mis sueños?
De pequeño el mismo de todos: ser futbolista. Pero a mis casi cuarenta años me parece que llego un poco tarde. Pero no creo que llevarme por delante a Toni Kroos en un paso de peatones sea buena idea. La edad y el talento son un importante contratiempo. Hablo de mi edad y mi talento, no del de Kroos que siempre hay malpensados.
¿Periodista deportivo? Podría esperar a Miguel Quintana a las puertas del edificio de Unidad Editorial y acabar con él usando el morro de mi coche. Mejor no. Ya estoy más que acostumbrado a mi vida de oficinista. Sé a que hora salgo, los fines de semana vivo la vida (en el sofá), me voy de puente. Tampoco quiero destrozar mi coche. No sabría que comprar (gasolina, eléctrico, híbrido, gas…) Nada, lo del periodismo ya va a ser que no.
Siempre he dicho que me gustaría escribir un libro, pero es difícil elegir. ¿Acabar con la vida de Ken Follet? Está la ventaja de la pasta, pero por contra sería lidiar con demasiada fama y no me gusta relacionarme con desconocidos, ni hacerme fotos (por lo que dicen del alma). Sería mejor atropellar a Kiko Amat, que le ponen menos cara. Pero no me sirve. Me quedaría sin leer sus historias.
Aunque pensándolo bien, ¿nadie piensa en lo de la cárcel? Porque tampoco sé si ese peaje compensa lograr alguno de esos sueños. Es más, de la historia de la muerte de Gigi Meroni siempre nos acordamos de ese final con Attilio Romero alcanzando la presidencia del club de sus amores, pero ¿no hubo consecuencia penal? ¿seguirá atormentándole aquel trágico accidente? ¿Y la familia de Meroni? ¿Nadie se preocupa de esa familia? Que estrés. Prefiero seguir con la monotonía de la oficina, así que viandantes con sueños cumplidos, podéis cruzar la calle tranquilos.