No es una novedad en esta especie de columnas, reflexiones o chuflas, lo de apropiarme de la idea de alguien. Soy demasiado duro conmigo mismo. Es más bien partir de algo que ha dicho otro y tratar de dar mi vaga visión al respecto. Hoy le ha tocado ser víctima a Galder Reguera, que en su libro Hijos del fútbol se paraba un momento a reflexionar ante aquella costumbre perdida de que al terreno de juego saltasen primero los jugadores visitantes y después los del equipo local.
Ese acto puede parecer algo anodino, pero pensar así es caer en un grave error. Porque la importancia de aquella tradición tiene que ver con algo tan intrínseco e indispensable en el fútbol como es la rivalidad, porque sin ella este deporte perdería todo su ser. Tanto es así, que un club sin su Lex Luthor particular, tiene muchas papeletas de deambular sin una masa social totalmente fiel o al menos unida.
Esto es algo a lo que he dado vueltas mil veces en mi cabeza porque lo he experimentado con el Alcorcón, mi club de carnet. Más allá de una existencia relativamente corta, nula presencia en Primera División y tener de vecinos a Real Madrid y Atlético, al Alcor le falta ese enemigo natural sobre el que construir una cohesión de grupo y de tener una masa social más acorde a una localidad de casi 170.000 habitantes. Ya que en una grada no somos capaces de ponernos de acuerdo con quién es el mejor del equipo, que si este es un paquete y tu no tienes ni idea, tener un rival con cara, nombre y apellidos es el auténtico punto en común para el cien por cien de los aficionados.
Pero más allá de ese RIVAL con mayúsculas, la rivalidad tiene que existir en todas las jornadas. Algo tan simple como el acto de que el visitante pise primero el césped y toda la grada le deje claro que esta no es su casa es vital para que el aficionado se meta en el partido. Que el de la megafonía recite el once rival con tono monótono y aburrido es fundamental. Y que la afición del otro equipo suene a menos decibelios que la tuya también (os aseguro que esto pasa y es de las sensaciones más tristes que se pueden vivir en tu estadio).
Cuando acabe el partido ya habrá tiempo de darle la mano al contrario y de cambiar la camiseta o lo que sea. Pero durante el partido se tiene que sentir la rivalidad. Eso sí, una rivalidad bien entendida, en la que alguien que lleva la camiseta del equipo rival pueda tomarse una cerveza tranquilamente en uno de los bares del alrededor del campo y sentarse en la grada rodeado de aficionados locales. Pero sabiendo que te pueden gritar un gol en la oreja mientras te apretujan tus vecinos de grada mientras se abrazan en la celebración.
Si lo recuerdo bien, porque hace ya tiempo que leí el libro de Galder Reguera, escribía que nos quitaron eso de la entrada al campo sin darnos cuenta y casi sin percatarnos de ello. Y es cierto, ¿Cuál fue el primer partido en el que los dos equipos entraron a la vez? No tenemos ni idea y es triste, porque poco a poco nos quieren quitar todo al aficionado. Es una decisión que no se entiende. Debe de ser un tema estilístico de cara a la realización televisiva. Si no, no me cuadra. Porque no creo que ese cambio en el ritual disminuya cosas como los insultos o la violencia en el fútbol, aunque tratarán de venderlo de esa manera. O como respeto al contrario. Pues oigan, no hay mejor forma de demostrar respeto en un campo que con la rivalidad.
De verdad, para los que nos gusta el fútbol y sobre todo para aquellos que tiene la posibilidad de vivir este juego en los estadios, pido ya una pancarta en algún fondo que rece: Que no nos roben la rivalidad.